¿Las
chicas y los chicos somos iguales?[1]
Cuando nacemos, los seres
humanos llegamos al mundo en condiciones similares: nacemos desnudos, nos ponen
un nombre, nos abrigan, nos dan de lactar, nos alimentan, crecemos, caminamos,
nos empezamos a comunicar con nuestro cuerpo, con nuestra voz, estudiamos, etc.
No
obstante, es importante reconocer que biológicamente los órganos sexuales nos
diferencian como mujeres y hombres.
Muchas veces, sobre esta diferencia biológica, se establecen un conjunto de ideas y actitudes acerca de cómo deben ser, pensar o actuar las mujeres o los hombres, por el hecho de ser biológicamente de uno u otro sexo. Por ejemplo, esto sucede en situaciones en que se asume que los hombres deben “tomar la iniciativa” y que, por tanto, las mujeres deben solo esperar a que ellos lo hagan, como en la historia de Paula y Julián, cuando inician su amistad. Si esta y otras actitudes o ideas se presuponen como normales, como parte de un “código” de lo que “así debe ser”, y se llega con ellas a limitar el ejercicio de los derechos y el pleno desarrollo de las personas, estamos frente a estereotipos de género.
Los estereotipos de género son creencias que aprendemos, internalizamos y que impactan en las interacciones de la vida diaria. Por ejemplo, en el caso de Paula, su mamá le dijo: “¡Paula! Hija, las chicas son de su casa”. Por otra parte, la mamá de Julián le dice: “Una chica que toma la iniciativa es una chica muy mandada...”.
Los estereotipos —entendidos como creencias sostenidas en el tiempo y compartidas socialmente— se constituyen en normas sociales. Esto trae como consecuencia el creer que es normal atribuir determinadas actitudes y comportamientos a hombres y mujeres sin cuestionar dichas atribuciones. Así, se arraigan en nuestras interacciones cotidianas diversos estereotipos de género que afectan nuestros derechos y producen desventajas, sobre todo en las mujeres, desde sus primeros años de vida.
Si bien hay normas sociales que ayudan a regular nuestro comportamiento para una buena convivencia, hay otras que se convierten en un factor desequilibrante o de desigualdad entre hombres y mujeres. Esto se debe a que nos imponen una separación de roles que afecta nuestro desarrollo social y que limita las oportunidades con las que contamos para llevar a cabo nuestro proyecto de vida.
Entonces,
somos diferentes, pero... ¿qué nos hace iguales? La respuesta a esto último
está en los derechos humanos que son inherentes a todas las personas (niñas,
niños, adolescentes, personas adultas y personas adultas mayores), y que se
deben respetar.
Los derechos entre mujeres y
hombres[2]
Históricamente, es posible identificar cómo se han construido normas sociales en distintos países y culturas que, intencionadamente o no, produjeron estigmatización o discriminación hacia la mujer.
Por
ejemplo, hasta hace no muchos años, la mujer era educada para asumir roles de
esposa o madre, principalmente. Al extenderse esta idea y consolidarse como una
expectativa general o una “verdad” en la sociedad, se generaron situaciones que
impedían la capacidad de la mujer para decidir sobre sí misma y sobre su
proyecto de vida.
Alternativas
como ser dirigente, estudiar, practicar deportes, tener una carrera, etc., eran
vistas como extrañezas o postergaciones del rol principal que debían cumplir.
Ahora, teniendo esto en cuenta, ¿se vulneran derechos? ¿Una norma social no
puede ser un derecho?
Los derechos, en general, son normas reconocidas socialmente que expresan libertades o la posibilidad que tienen las personas de hacer algo. Como toda norma, un derecho pretende orientar la acción de las personas. Si bien en muchos casos estos pueden cambiar con el tiempo, desde mediados del siglo pasado se reconoce un grupo derechos irrenunciables, propios de la condición misma de ser una persona, que permiten defender la dignidad y las posibilidades de desarrollo pleno de todas y todos: estos son los derechos humanos. Los derechos humanos deben estar por encima de las normas sociales y anteponerse en situaciones que vulneran la dignidad de las personas.
En
tal sentido, la historia también nos enseña que la mujer ha sido la principal
víctima (si bien no la única) de estereotipos de género, que han propiciado incluso
situaciones de violencia, sutil o explícita. Por dicha razón, el Estado tiene
la obligación de contar con políticas públicas de igualdad de género.
Esta
ley resalta los derechos de las mujeres a lo largo de su vida y en todo tipo de
contexto,
lengua
y cultura; reconoce, asimismo, la igualdad de género y busca desterrar las ideas,
prácticas y lenguajes que justifiquen la superioridad de un sexo sobre otro.
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